El mar tiene la misma paz que mi madre cuando por fin dejaba dormidos a sus hijos.
Desde algún lugar nos mira dormir y por eso sus arrugas descansan.
Su reposo es como el cielo de África, comprensivo, entregado, leal.
Cuando cruzas la puerta no hay marcha atrás.
Estás en la orilla,
justo en el punto de partida del primer recuerdo,
observando los movimientos del agua,
los matices fundidos en el color de la casi noche,
junto a tu sombra,
danzando sobre la arena que abandonaste,
con los pies cruzando un tablero de ajedrez.
Desiste el día para la noche
y cuando se confundan tus ojos cerrados con la oscuridad del cielo
comenzarás a ver lo que perdiste.
La verdad nace siempre un poco más tarde,
junto a la última estrella que quedará al amanecer.
Siento reptar la incertidumbre desde las olas
y trepar por una escalera invisible
hasta las sombras del cielo,
donde se esconde la casa que abandoné,
los hijos que duermen.
Ah! La incertidumbre de la casi noche!
El reptil que aprieta las palabras que usan los cielos infinitos!
Y tengo miedo,
de que el espacio oscuro que comienza sea real,
de que tú y yo resbalemos hacia él sin saber nadar en el mar.
Quizás la sal nos mantenga flotando,
quizás el amor de la madre nos devuelva indemnes a la mirada de África,
a la ternura de la brisa y del reflejo del cielo en la arena,
a la suavidad azul del anochecer,
de ese lugar que me traes a través de tus ojos leales,
sentado pacientemente frente al mar.
Mis pensamientos son un laberinto de aguas profundas,
de algas y peces,
de versos resbaladizos...
Sólo quiero seguirte y despertar.